13 dic 2009

Los libros mudos

rongorongo

Una de las 21 tablas que se conservan en el mundo escritas en rongo rongo.

En una memorable página, Heródoto narra la inquieta curiosidad del faraón Psamético por saber cuál fue la lengua original de la humanidad. Psamético apartó dos niños recién nacidos de entre sus súbditos y los entregó a un pastor, ordenándole que nunca pronunciara palabra en su presencia. Obediente, el hombre los crió encerrados en una perfecta quietud, ajenos a todo en su choza del desierto, y cada día se acercaba a una hora señalada con su rebaño de cabras para alimentarlos con leche. Pasaron dos años. Una mañana en la que el pastor abrió la puerta como siempre hacía, los niños se abrazaron a sus piernas mientras pedían becós. La escena se repitió a partir de entonces hasta que el divino faraón acudió a aquella lejana choza para presenciar el prodigio. Mandó averiguar a qué extraña lengua pertenecía la palabra. Alguien le hizo saber que los frigios llamaban así al pan y desde entonces los egipcios consideraron que los frigios son el pueblo más antiguo de todos. A nadie, ni siquiera a Heródoto, se le ocurrió pensar que aquellos dos críos únicamente habían aprendido a balar, igual que las cabras que a diario escuchaban mientras comían.

Mil ochocientos años después, el emperador Federico II mandó a sus nodrizas que criaran varios niños sin que nadie hablara ante ellos, pues también albergaba la misma curiosidad que su lejano antecesor. Todos se marchitaban en aquel espeso silencio y languidecían hasta morir, porque parece que el hombre depende de las palabras lo mismo que de la leche o el pan. El asunto, pues, seguía sin resolverse. Los sabios continuaban preguntándose cuál fue la lengua de Adán o en qué idioma tentó la serpiente a Eva. Había quien sostenía que fue el hebreo, mientras que otros afirmaron que el griego, el egipcio o el vascuence. Incluso se dijo que Adán hablaba la lengua de los pájaros y que los trinos fueron el primer sonido humano que se escuchó en el paraíso. Platón, por su parte, deploraba el invento de la escritura, que calificaba de infrahumana. Para él, las letras impedían el pensamiento y debilitaban la memoria. Acabarían por hacer a los hombres más estúpidos, dueños de una ilusa sensación de sabiduría. Temible accidente que sólo ha sucedido en cuatro ocasiones: en Sumeria, en China, en las selvas de los antiguos mayas y en una diminuta isla perdida en medio del océano Pacífico.

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pascuenses
Para el resto de la humanidad, la isla de Pascua es el pedazo de tierra más alejado del planeta. Ellos la llamaban Te pito, el ombligo del mundo, pues es común entre los hombres considerar que el centro del universo vaya con nosotros. Allí, separados por inmensidades de agua salada, un puñado de polinesios fue capaz de inventar por si mismo la escritura, un milagro a la altura de los jeroglíficos egipcios o de las tablillas sumerias. La llamaron rongo rongo, que significa “el gran mensaje”. Utilizaban dientes de tiburón y puntas de obsidiana para grabar laboriosamente sus textos en la superficie de tablas de madera. Luego, cuando los árboles desaparecieron de la isla y sólo el pasto cubría su superficie, aquellos hombres se resignaron a esperar durante años, tal vez décadas, a que un pedazo de madera varara en sus playas para poder seguir cultivando el extraño arte. A mediados del siglo XIX los pascuenses fueron arrancados de su tierra para trabajar como esclavos extrayendo guano en las inhóspitas Islas Chincha del Perú, y en aquel exilio se perdió para siempre la sabiduría contenida en el rongo rongo. Apenas se conservan dos docenas de tablas hoy en día, valiosas como mensajes de otros mundos, y nadie es capaz de leerlas. Los que lo intentan adivinan delicados poemas, listas de reyes, cartas estelares para navegar por el inmenso Pacífico o laboriosos ritos de adoración. Tal disparidad de interpretaciones sugiere que los intentos por descifrar las tablas se hallan bien lejos de estar concluidos. El rongo rongo se ha unido así a la misteriosa escritura del valle del Indo, a los textos en lineal A de la antigua Creta y a la escritura olmeca. Pobres libros mudos que aguardan un futuro lector que los acoja.

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